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Foto del escritorZaíno

Sobre un lanzamiento de Tubo a tórax en Manizales

 

No fue el celular lo que me despertó sino Chester, y no por el sonido y la vibración de los ronquidos constantes a los que yo ya estaba acostumbrado, sino por un llanto bajo con el que me quería decir: “Levántese y ábrame la puerta y lléveme a hacer chichí porque popó ya me hice acá”. Entonces me levantó también el olor, todo porque me había demorado de más en bajarlo y él ya no aguanta porque está viejo. Y me demoré de más en levantarme, porque había dejado el celular en silencio, y ni alarma ni mensajes ni nada sonaron, para poder dormir hasta tarde ese día especialmente, porque qué cansancio todo lo que me esperaba. Me levanté y bajé a Chester al patio para que hiciera chichí y le di el alimento, un alimento metabólico especial que hace que el popó sea redondo, duro y seco y subí a recoger el popó redondo, duro y seco de Chester y que por ser redondo, duro y seco no ensucia ni unta nada, menos mal. Y me vestí con la ropa del día anterior para poder sacar a Chester a pasear, aunque pasear es mucho decir, porque él solo camina con dificultad, una pata a la vez, hasta los antejardines de los vecinos a oler el chichí y el popó no tan redondo, duro ni seco de los otros perros, unos minutos nomás, hasta que vuelve a entrar a la casa, como renegando, porque se cansa de todo muy rápido, porque le fastidia el mundo allá afuera y solo quiere dormir, como yo, sin alarmas ni mensajes ni lanzamientos de nada. Nos volvimos a acostar y, mientras Chester se lamía las patas, me arrulló con ese sonido rítmico y acuoso de la lengua y las babas y me quedé dormido, y soñé que me lanzaba al lavamanos y me lavaba las patas una y otra y otra vez.


Vacío. Un aire helado se me concentró en el pecho y lo boté en un suspiro. Me lancé de la cama y miré la hora. Diez de la mañana. Regañé a Chester por no volverme a despertar, culicagado. Cogí el celular y miré los mensajes: “¡Qué haces dormido a estas horas en el día más importante de tu vida!”, me había escrito mi amigo. Ay, no. “Ni que nos fuéramos a casar”, le escribí, pero no lo alcancé a mandar porque me entró una llamada. “¿Dónde estás? La niña ya llegó a Pereira, ¿no la ibas a recoger?”, dijo mi madre. Ay, no. “Ma, ya hablo con ella para cuadrar”. “Quiubo, Juanca, ya aterrizamos pero tranquilo que nosotros cogemos carro”, dijo mi hermana.  Ay, sí.  “Listo, más bien cuando estén entrando a Manizales yo las recojo”. Colgué. Mensajes y mensajes. Que recoger a mi hermana en Pereira (bueno ese ya, listo), que ir al hotel por Alejo de la editorial a recoger los libros y tomarnos un café (sí, un café por favor), que llevarle a mi madre las cosas para el almuerzo especial que le iba a hacer a mi hermana y a mi cuñada (“y a usted, si le da la gana, porque como es de jodido y no come nada”, me dijo), pero que ya, ya. “Ma, me tengo que ver con el de la editorial”. “Quién lo manda a despertarse tan tarde, vago”. “Ma, pida un domicilio”. “Esos domicilios me mandan todo lo más viejo y podrido”. “Bueno, ma, ya voy pues”. Y más mensajes: “Profe, puedo meter otros amigos a la lista de invitados?”, “Profe, qué pena pero se me había olvidado decirle que yo sí voy con unos amigos, todavía se puede?” “Profe…profe…profe”, los estudiantes siempre dejando todo para lo último. ¡Juepucha, la lista!, y por supuesto tenía un mensaje del bar que decía: “La lista?”. Le escribí a mi amigo: “Oe”. “Eo. Qué necesita?” “Culito”. “Tan bobo”. “Mentiras, ¿será que me puedes ayudar con la lista?, yo te paso los nombres que tengo y los juntas con los tuyos en un excel”. “Ok”. Le escribí al bar: “Te la mando en 5”. “Ok. Y los micrófonos?” ¡Juepucha los micrófonos!  “Pa, ¡los micrófonos!” “Hijo, tranquilo que ya los tengo. Te los llevo al almuerzo, ¿si vas a almorzar con nosotros?” “Mi mamá no me quiso decir qué iba a hacer de almuerzo, pero si es una fritanga para qué voy”. “Te comes las papas”. Le escribí al bar: “ya tengo los micrófonos”. “Y la lista?”, me dijeron. “Oe, ya tiene la lista?”, le dije a mi amigo. “Sí”. “Mande…Mande nudes”. “Tan bobo, ahí va. Salieron 130 personas”. “Ush”. “Aquí va la lista”, le escribí al bar. “Será muy tarde para que le pidas unas canciones al dj?”, me dijo mi amigo. “Cuáles?”. “Juan, qué es toda esa gente?”, me escribió el bar. “Los invitados”, dije. “Era una lista para los más allegados”. Ay, no. “Pero yo le dije a toda la gente que era una lista no cover”. Silencio. “Los del bar me odian”, le dije a mi amigo”. “Por la lista?” “Sí, pero ya qué. Les conviene más a ellos”. “Ya estoy listo para ese café”, me dijo Alejo de la editorial. Ay, no. No me había bañado y tenía que lavarme el pelo. Por lo menos estaba haciendo sol para que se me secara rápido, para que la fiesta que era al aire libre (techado pero al aire libre) pudiera hacerse sin complicaciones. Me metí a bañar después de que le pedí el domicilio a mi madre con lo del almuerzo. Salí a un día que escurría peor que mi pelo. Estornudé (e iba a seguir estornudando hasta la noche). Con la lluvia y la mitad de las vías de la ciudad cerradas, llegué tardísimo y Alejo ya estaba petrificado ahí afuera del hotel esperándome. Estaba encartado con los libros amarrados con cintas de papel porque, ante todo, ecofriendly. Se subió al carro sonriendo: “Ya iba a empezar a vender los libros al menudeo”. El café que quería conocer estaba al otro lado de la ciudad pero no nos demoramos mucho en llegar porque ya había escampado y el sol estaba radiante y no es sino que salga el sol para que las calles se despejen, “más raro, Alejo”, le dije.


Con el pelo al aire, Alejo y yo (porque él también lo tiene largo) tomamos el café tipo yo no sé qué en yo no sé qué método, mientras él trabajaba y yo seguía respondiendo mensajes: “Que no, no puedo meter a nadie más a la lista, que ya mandé la lista, que la lista está larguísima, que sí pueden ir sin estar anotados, que sí hay cover, que de todas formas vayan que va a estar muy bueno”.  El día volvió a oscurecerse. “Oe”. “Eo”. “Sí le pidió las canciones al dj?”. Ay, no. “Ay, no”. “Gracias por nada”. “Pere”. Le escribí al dj: “Juli, quiubo. Será muy tarde para pedirle unas canciones?”. “Ya le escribí al dj, esperemos”, le dije a mi amigo. “¿Qué más necesitas?”. “Que culito, hombre”. “Ay, no moleste, que hoy no tengo tiempo”. “No me puedes acompañar a buscar una camisa, quiero algo bien colorincho”. “¡No, no compres nada que yo te tengo una! Usted sí no se deja dar una sorpresa de nada”. Ay, no. “Qué lindo”. “Pero no sé a qué horas te la puedo pasar”. “Yo paso antes de ir al bar”. “El domicilio me trajo lo que no era. Usted por qué no es capaz de hacerme un favor?”, me escribió mi madre. Ay, no. “Ma, cómo así?”. Silencio. “Juanca, ya llegamos a Manizales pero tranquilo que nosotras cogemos un taxi para la casa”, me escribió mi hermana. “Listo”. Las goteras empezaron a desgranarse. Alejo y yo nos cogimos el pelo. “Me voy porque tengo que recoger a mi hermana”. Mentiras. “La editorial invita esta cuenta, tranquilo”, dijo Alejo.


Llegué a la casa luego de un trancón tenaz porque como ya estaba lloviendo las calles se habían inundado (más de carros que de agua) y cuando llegué Chester estaba esperándome en la puerta con el popó redondo, duro y seco a un lado. Lo llevé al patio para que orinara y terminara de hacer popó redondo, duro y seco y luego lo recogí y trapeé la entrada. Como llovía y tronaba y estaba oscuro no pude aguantar acostarme en la cama con Chester. Y lo sentí a mi lado como un cuerpo que palpitaba mientras respiraba y suspiraba y roncaba y calentaba el lugar donde estaba. Tan cálido Chester; ese es el milagro. Y con él al lado, con ese amor y esa ternura que me desbordan siempre que estoy a su lado, sonreí y me dejé ir a un sueño tranquilo. Ya más tarde me despertaría de afán porque mi amiga habría llegado a peinarme, y me haría el peinado vikingo que yo le había encargado y yo me miraría y diría que más que vikingo había quedado como Pocahontas, pero que Pocahontas también me gustaba. Y luego tomaría un taxi que casi no llega por la lluvia y la hora pico, y llegaría tarde al bar vacío. Y me preocuparía porque nadie iba a ir con esa noche tan fea. Y pediría un coctel, un coctel rosado porque yo había pedido que todos los cocteles esa noche fueran rosados como mi novela, y luego llegaría Alejo y también pediría un coctel y me diría “tranquilo que yo me encargo de todo, para eso estamos”, y ya estarían mi hermana y mi cuñada acompañándome, y pedirían una picada para comer, y ay, no, qué asco toda esa carne ahí, entonces yo me iría para otra mesa donde estaba una estudiante con uno de mis compañeros de trabajo envueltos de pies a cabeza con bufandas y gabanes, y luego llegaría mi tía, cojeando porque sufre de la cadera, después de subir todas esas escaleras, porque el bar era un rooftop (una terraza, pues) de un edificio antiguo (sin ascensor) en el centro de la ciudad, y me estiraría el libro (que había comprado en preventa) y me diría “Fírmamelo ya” y yo le diría que después del conversatorio, y ella diría “No, ya, quiero ser la primera”. Y ahí me daría cuenta de que no había llevado un lapicero, y le preguntaría a la gente si tenían alguno que me prestaran y nadie tendría, ni siquiera los del bar, porque ya nadie escribe, solo teclea. Y mi hermana llamaría a mi madre para que le dijera a mi padre que me llevara un lapicero y mi madre llamaría a mi abuelo y le diría que llevara un lapicero bien bonito. Y mi Abuelo llegaría cojeando, con el bastón en la mano, sin apoyarlo, porque carga el bastón como si fuera un bebé en vez de apoyarse en él, después de subir todos esos pisos con las rodillas malas porque tiene 90 años, y me pasaría un lapicero Parker de los que colecciona y me diría “Para que se acuerde de dónde vino esto” y yo firmaría los más de 50 libros que firmé ese día (30 que se vendieron y 20 de los de la preventa) con el Parker de mi abuelo. Y luego, a los días, al devolvérselo, le contaría que “Firmé más de 50 libros con su lapicero, abuelito”, y él diría: “He ahí mi legado”. Pero antes de esto, empezarían a llegar, graneados, como las gotas cuando empezó a llover, los invitados, y me fumaría un cigarrillo, “para los nervios, me dirían”, pero yo no sentía nervios, ni nada de nada. Y luego llegaría mi amigo y me pasaría la camisa nueva y yo la abriría y estaría toda arrugada “Está toda arrugada, perdón” y yo le diría que no hay problema, y me la pondría de todas formas, y luego me dirían que “el dj nada que llega para montar el sonido”, y yo diría “no hay problema”, y luego me dirían que “dónde están los micrófonos” y yo diría que ya van a llegar, que no hay problema, y mientras tanto la gente escribiéndome que no hay taxis, que estoy perdido, que eso dónde es, que estoy enfermo, que no voy, que nos vemos luego, y yo que no hay problema, no hay problema, no hay problema. Y luego mi hermana diciéndome que la gente ya se está quejando, que esto se está demorando mucho y en ese frío. “No hay problema”.

“¿Qué te pasa?”, me diría mi amigo.

“Nada”

“Por eso, pareces un ente ahí parado”.

“…”

“¿En qué piensas?”

“En ese culito suyo”

“Tan bobo”

“En qué estará haciendo Chester en estos momentos”.

 

“¿Y mis papás?”, le diría, después de un rato, a mi hermana y ella me diría “Vienen tarde porque mi mamá estaba en la peluquería”. Ay, no. Sí hay problema, porque mi madre solo iba a la peluquería en los eventos más trascendentales de la familia porque no le confiaba el pelo a nadie. Y entonces el vacío en el pecho, y el suspiro helado y las manos sudorosas: los nervios, por fin, aparecerían. Y ahí sí pediría un trago, de verdad necesitaría un trago, pero me lo darían ya a la mitad del conversatorio cuando ya para qué. Y me sentaría en la mesa del frente, junto a Juan José, mi profesor y mi tutor, con el que hablaría de la novela y él me preguntaría que de qué quería que habláramos y yo le diría “No tengo idea”, y el sitio ya estaría lleno, a reventar, y la gente no tendría dónde sentarse y los mandarían hacia atrás, y llegarían mis padres y mi madre se sentaría en primera fila con el copete perfecto, al aire, y mi padre le entregaría los micrófonos al dj y el dj apagaría la música, y ahí sí: el silencio y las caras mirándome; y lo primero que yo diría sería “Nunca había tenido tantas caras conocidas mirándome a la vez”.


Hablaríamos entonces del libro, y de cómo no es autobiográfico (aunque sí lo es, como esta crónica, que tampoco) y de cómo es la primera persona en la que está escrito (porque es sobre un duelo mientras se está malviajado y cómo se pilotean ambas cosas a la vez -estas son palabras de una lectora que me robo porque me gustaron-) y de cómo sí hay una historia lineal que desarrolla de principio a fin, aunque parece ser circular (o más bien en espiral, diría yo) como la vida, y de que está dedicado a Chester y de que Chester sale en el libro y es entonces un personaje pero también existe en la vida real y es el ser del que más responsable me siento.


Y acabaría el conversatorio y empezaría la fiesta, y yo firmaría los más de 50 libros que firmé ese día (los 30 que se vendieron y los 20 de preventa) con el Parker de mi abuelo y me tomaría fotos, muchas, y daría picos y abrazos, y luego me iría a saludar una a una las mesas y recibiría de todos los tragos que me ofrecerían y luego vería el show de medianoche y le chuparía crema chantilly de la tetilla a la drag que había sido mi estudiante, y seguiríamos bailando a las cinco de la mañana cuando prendieran las luces y nos hicieran ir y tuviéramos que bajar una montaña caminando porque no había taxis; sí, todo eso.

 

Pero todavía por la tarde, acostado al lado de Chester, mientras oía su respiración y las gotas de lluvia, me relajé y me dejé consentir por ese duermevela que siempre es mi parte favorita del día, de cualquier día, y dilaté el momento previo antes de lanzarme a esa noche tempestiva, porque como escribí en Tubo a tórax (o sea que me estoy citando a mí mismo, no fuera más la autocomplacencia de este escrito): Si la vida es un círculo, tenía que empezar y terminar ahí conmigo y Chester acostados en la tarde fría antes del lanzamiento de mi libro.


Juan Camilo Morales

Manizales, 30 de septiembre de 2022

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