1.
Fue como si luego de caer dormido en mi habitación soñara que abría los ojos en otro cuarto. El colchón era duro, estrecho. Los resortes crujían con un sonido seco. Las sábanas apestaban a alcanfor. La aspereza de la funda raspaba mi mejilla y el bordado de los tendidos, rugoso y descolorido, obedecía a anticuados diseños de vetustos tiempos. Todavía somnoliento, se me ocurrió que dos noches antes, en esa misma cama, alguien había muerto de viejo. Delante de mí un lavamanos del siglo pasado, de un rosa desteñido, flotaba encandilado por la luz de una ventana. Del otro lado de esa ventana, espectralizada por un velo, intuí una avenida señalizada en otra lengua.
La decoración de las duchas comunitarias también se había detenido en el tiempo. La noche pagada incluía un desayuno y cuando entré al comedor descubrí que todos los que ya desayunaban eran ancianos. Nunca pregunté por qué el lugar parecía un hostal para pensionados. El buffet era modesto. Serví mi plato y me senté delante de una pareja de esposos de unos setenta años. La mujer me sonrió y preguntó en inglés de qué país venía. Por sus gestos me pareció que desconocían la palabra Colombia. Ellos eran de Países Bajos. Respondí una a una sus preguntas y cuando escucharon que Berlín era sólo una breve escala pues en realidad iba para Rusia, me analizaron fijamente unos segundos, después sembraron la mirada en sus platos. Desayunamos en silencio, hasta que el hombre quiso saber a qué diablos quería ir allá.
Era 25 de agosto de 2014. En abril había iniciado la Guerra del Donbás. Un mes antes de esa conversación con la pareja de ancianos, un misil tierra-aire disparado en Donetsk había derribado el vuelo 17 de Malaysia Airlines, un avión comercial que volaba de Países Bajos a Malasia. Murieron 298 personas, la mayoría neerlandeses. Por esos días los vuelos comerciales sobre Ucrania estaban prohibidos. Ya se hablaba de una segunda Guerra Fría o una Tercera Guerra Mundial.
Las fronteras nacionales son más bien umbrales, atmósferas o trochas en tierra de nadie, pero desde el siglo IX, cuando el vikingo Oleg fundó la Rus de Kiev, la frontera entre Ucrania y lo que hoy llamamos Rusia ha sido especialmente espectral. Dice un viejo proverbio ruso: «Moscú era el corazón de Rusia; San Petersburgo, su cabeza: pero Kiev era su madre». Quizá sea una maldición de la historia, tal vez del lenguaje, pero la palabra Ucrania significa “región fronteriza”. Parto, madre y orfandad son fuerzas constituyentes justamente porque ejercen su poder desde la periferia. Orbitan siempre en una región fronteriza.

La pareja de ancianos seguía esperando mi respuesta. Di razones vagas, lo que enrareció el desayuno todavía más. Preocupada, casi ansiosa por no dejar que el silencio se extendiera demasiado, la mujer preguntó si tenía un lugar en mente para visitar en Berlín. Le respondí que no y me sugirió ir al Monumento a los judíos de Europa asesinados. Lo dijo en un tono raro, no exactamente el de un regaño, más bien como si quisiera hacerme entrar en razón con respecto a mis intenciones de ir a Rusia. Le respondí que ya mismo salía para allá, pero no lo dije para quitármela de encima, fui por mi morral a la habitación, revisé el mapa del metro en el celular y salí en dirección al monumento.
En Berlín buena parte de la población habla inglés, no fue difícil averiguar cuál era la mejor estación para bajarme y, de nuevo en la superficie, preguntar qué calles debía tomar. A una cuadra el monumento parecía una plaza con el tamaño de una manzana entera, llena de bloques en concreto el doble de altos que un humano. Se podía entrar por cualquier costado, pues no había una reja ni muros que lo bordearan. Los bloques tenían la misma forma alargada de ataúd; unos dos metros y medio de largo por uno de ancho, pero no todos tenían la misma altura.
Los primeros bloques no eran más altos que el ataúd de un bebé, pero a medida que se alejaban su altura se incrementaba. En lo profundo de la plaza parecían alcanzar los cinco metros. Tampoco estaban diseminados de forma aleatoria, sino perfectamente alineados, hacia lo profundo y hacia los costados, por lo que los espacios entre ellos formaban una cuadrícula de corredores. Comencé a adentrarme y noté que el piso era ondulado, como si recorriera una pradera de concreto, el centro de gravedad de mi cuerpo debía acomodarse a las variaciones del terreno. Los bloques alineados semejaban los árboles de un bosque que el ser humano había sembrado.
Avancé por los corredores silenciosos disparando algunas fotos. Mientras me adentraba en ese bosque empecé a sentirme observado. La tensión hacía cada vez más patente el sonido de mis pisadas. De pronto escuché risas infantiles y el ruido de algo que pasó corriendo a mis espaldas. Me di la vuelta con brusquedad, las risas persistían, estaban muy cerca. Debido a la uniformidad de los inmensos bloques y los largos corredores que formaban, era imposible saber de dónde provenían.
Levanté la cámara, la dejé lista para disparar y seguí avanzando. Unos metros adelante dos estelas pasaron raudas frente a mí. Alcancé a disparar y cuando analicé la foto, le calculé a una estela doce años, la otra no tendría más de diez. Entendí que esas dos presencias conocían el lugar como si se tratara de su hogar, porque a partir de ese momento las risas y sus rastros pasaban indistintamente a mi derecha, delante o por detrás de mí. Siempre con la cámara delante de la cara, caminaba con sigilo y convertido en un cazador de espectros.
Poco a poco fui acumulando imágenes de trazas, huellas fugaces de presencias, hasta que en una de las fotos vi dos cabezas desenfocadas y asomadas por detrás de uno de los bloques. A pesar del brusco desenfoque, era claro que la estela de doce le sonreía a la cámara y la de diez le hacía muecas con la lengua afuera. Hasta ese momento había pensado que se trataba de un juego que yo me había inventado, pero entendí que desde el comienzo los niños y yo habíamos estado jugando juntos sin que lo supiera.
En el punto más profundo del monumento se manifestaron otros niños. Los recién aparecidos también pasaban corriendo por detrás de un bloque a otro, sólo que estos ya no jugaban conmigo sino entre ellos. También aparecieron las madres de esos niños. Todas eran berlinesas, o al menos alemanas porque les hablaban en alemán a sus hijos.
La primera vez que bebí yo tenía la edad de esos niños. Fueron solo dos cervezas. Contrario a lo que decían los comerciales, en lugar de quitarla su amargura daba sed. El efecto no fue progresivo, no recuerdo alteraciones graduales en mi percepción. Cuando estaba por terminarme la segunda el piso se desfondó y caí por ese agujero de vértigo. Lo siguiente y último que recuerdo son las carcajadas de los otros, también a mi primo sosteniéndome de las axilas, como cuando bajaron a Cristo de la cruz. Lo que sea que haya pasado después fue mi primera laguna.
Al otro día me llevaron a las canteras que atravesaban los Cerros Orientales. Había que cruzar la Séptima y escalar una falda de escarpados, taludes y socavones. El sol del medio día se reflejaba en la caliza y debíamos caminar con la mano delante de la cara para ensombrecer la luz. De vez en cuando aparecía un cráter a lo lejos y, al filo del abismo, las retroexcavadoras, como soldados diminutos y amarillos, custodiaban el vacío. La topografía simulaba una geografía lunar. La sombra que cada roca proyectaba junto a sí misma era tan densa y definida que parecía material. Durante el ascenso el tráfico de la Séptima adquiría la forma de un murmullo, entonces lo que reinaba era el sonido del viento que cada tanto se inflamaba con el rugido de las retroexcavadoras y el eco de las sierras a lo lejos. Todo se alzaba tupido de sentido, una teología industrial.
Panelo y Gucci lideraban la peregrinación, sus voces llegaban como susurros del paisaje y en el aire flotaba el olor selvático de la mariguana, el hollín de cantera que reseca las mucosas y la acidez dulce que desprende el aceite de las máquinas. Sé que Gualteros iba con nosotros, pero lo mataron un par de años después y ya no recuerdo su rostro.
Mi primo se desprendió del grupo y se acercó para saber cómo me sentía. De seguro le respondí que estaba bien: era mi primer guayabo, muy lejos aún de la angustia y de la culpa, del crimen y el castigo. Yo era un niño atmosférico de clase media en un paisaje de hierro y silencio, con los sentidos amodorrados, pero puros y abiertos a ese territorio de mutismo religioso y devastación, tan parecido a Siberia, el páramo donde viví mi infancia, la geografía que moldeó mi percepción. De aquellos primeros años, cuando mi madre me hablaba de una estepa tan extensa que se podía ver desde el espacio, también llamada Siberia, proviene mi inquietud por ese lugar, tan extraño como lejano, y del que sólo sabía que se llamaba Rusia.
De pronto, adelante, la voz áspera del Ronco anunció que estábamos por llegar. El Ronco era alto, grande y tenía el pelo hasta la cintura, siempre que lo veía pensaba que algún día tendría el pelo así. Busqué con la mirada a qué se refería y, hacia la cima, unos destellos metálicos titilaron en el aire como ovnis anunciando nuestro arribo. Herían la vista más que el sol. Abajo el Hospital Simón Bolívar y el manicomio abandonado de la 165 eran manchas ocres junto al trazo negro de la Séptima. La ciudadela de mi primo apenas se distinguía. Esa maqueta que se extendía ante mí, ese territorio no me era ajeno, tampoco su ética, su atmósfera y su lógica. Es el territorio donde nací.

Diseñados para succionar energía de la luz, nuestros cuerpos revitalizados sacaron la fuerza para ascender la pendiente escabrosa que restaba. Poco a poco, como si nacieran desde el resplandor, se perfilaron cuatro palos sosteniendo el techo de cinc que minutos antes había reflejado el sol. Pocos metros detrás de esa caseta, como naves espaciales, aguardaban dos volquetas. Las llantas, tan altas como una persona parada en los hombros de otra, eran las más grandes que había visto y que nunca he vuelto a ver.
Entramos en fila y a medida que ingresábamos cada uno fue tomando una totuma del arrume de totumas que nos recibió. El piso era de la misma caliza de la montaña, sobre una tabla larga y delgada, sostenida por ladrillos que funcionaban como patas de una silla, media docena de volqueteros aguardaba. Era una sala de espera. Los hombres, grandes, pero de baja estatura, no hacían nada por ocultar sus barrigas hinchadas y templadas de hembra embarazada. Las camisetas les quedaban pequeñas y dejaban al desnudo sus vientres de piel endurecida y al mismo tiempo brillantes de sudor.
Delante de los volqueteros, una mujer de brazos gruesos y tetas pesadas, de piel curtida, agrietada como el desierto que acabábamos de atravesar, metía las totumas en una caneca de tamaño industrial y las sacaba rebosadas de guarapo. Los volqueteros, y ahora nosotros, aguardábamos en fila, ordenados, cada uno con su totuma en la mano, sin ansiedad. Cuando le tocaba el turno, cada volquetero tomaba la totuma llena que acababa de recibir y la bebía como si quisiera echársela encima.

La imagen me recordó las misas a las que me llevaban obligado. Era una eucaristía, una consagración. A lo largo de un kilómetro no había signos de civilización. Bogotá era un hilo distante de luz. Estábamos ahí para conocer a Dios. Con un volquetero sentado a mi diestra y otro a siniestra, levanté la totuma que me llenó la mujer y lo que entró a mi cuerpo era la sangre de algo recién sacado de la tierra. Como el mezcal. Sabía mejor que la Naranja Postobón, que tanto me gustaba. Ese líquido sí era refrescante, sanaba más que el agua. Miré hacia la ciudad y una avalancha de luz venía devorándolo todo. Era el delirio. El camino reflectante y pedregoso del perdón.
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