Wilmar Roldán: de rechazar sobornos de los paramilitares a pitar la final de la Copa América. Por Juan Francisco García
- yntamayos
- hace 1 día
- 7 Min. de lectura
Tomado de CAMBIO: Wilmar Roldán: de rechazar sobornos de los paramilitares a pitar la final de la Copa América

¿Cómo fue posible que un niño criado en el filo del hambre, la violencia paramilitar y guerrillera, el abandono y el maltrato se convirtiera en el mejor árbitro en la historia de Colombia? CAMBIO conversó con Roldán para descubrirlo.
Cuando con 14 años Wilmar Roldán debutó como árbitro central del torneo Intermunicipal del nordeste antioqueño en un partido decisivo entre El Pato y Zaragoza, antes del pitazo inicial, dos hombres se le acercaron y le ofrecieron 500.000 pesos con la instrucción de hacer ganar a El Pato.
–El partido vale 65.000 pesos, señores. No me tienen que dar más, y denme un permiso que tengo que calentar –les respondió con altivez el árbitro adolescente.
Como en efecto Roldán no se amilanó y pitó con honor el primer tiempo –0 a 0–, en el descanso los hombres lo volvieron a abordar, esta vez con sus pistolas a la vista.
–Oíste, vos no estás haciendo caso. ¿No ves que tenemos que ganar? –dijo uno de ellos.
–¿Cómo que tenemos ganar? –contratacó Roldán– si no hacen un gol, ¿entonces quieren que yo lo haga por ustedes?
Al final, El Pato ganó por errores explícitos del arquero de Zaragoza, comprado, él sí, por los paramilitares. Roldán, por su parte, se devolvió al día siguiente a Remedios, Antioquia, el pueblo en el que se crio, con la firme convicción de convertirse en el mejor árbitro de Colombia.
La anécdota anterior la descubrí en el libro Wilmar Roldán, Silbato de Oro, publicado por la editorial Zaíno, que es desde ya una de las autobiografías imprescindibles en la biblioteca del deporte colombiano en el siglo XXI.
Lo es, por una parte, porque descubre a través de un relato tan íntimo como demoledor (y lleno de humor trágico), a un niño montañero que desafía la implacable probabilidad del no futuro y que, ‘a pito limpio’, desoye y supera el hambre, el abandono, la violencia en todas sus formas, la cotidiana latencia de la muerte y la errancia abismal y precoz de un hombrecito que parecía demasiado flaco a la hora de plantarle cara al más crudo infortunio.
Y lo es, por otra parte, porque gracias a la impecable edición de Juan José Ferro y Carlos Ospina, el libro es mucho más que un compilado de anécdotas conmovedoras y atroces de un personaje fascinante y locuaz. Es una memoria que contiene entre portada y solapa todo el horror que este país es capaz de hacerles a los niños de sus márgenes; pero, también, la potencia mítica a la que pueden las excepciones que, como Roldán, deciden traducir la adversidad en ambición y temple.
CAMBIO: Wilmar Roldán, Silbato de Oro es un libro literariamente rico que, francamente, uno no se esperaría de un árbitro de fútbol. ¿Usted es un narrador nato o un lector encubierto?
Wilmar Roldán: Desde niño a mí me gustó mucho la lectura. De hecho, le voy a mandar una copia del libro a doña Marta, que era la encargada de la biblioteca municipal de Remedios, y a doña Cecilia, que era la encargada de la biblioteca en mi colegio. Vea que yo en el colegio llegaba una hora o dos horas antes de que empezaran las clases a leer, y los fines de semana iba a parar a la biblioteca municipal. Cuando los editores del libro Juan José y Carlos me abordaron, yo les advertí que era alguien leído.
Escribir el libro me implicó un trabajo arduo de tres años y en el que me propuse escribir, creo que, con éxito, una historia bonita, con muchos matices. Ayer una persona me mandó un audio contándome que agarró el libro y no lo soltó hasta acabárselo en dos días. Siento que incluso a las personas que no leen el libro los engancha de principio a fin. Quedé muy contento.
CAMBIO: Antes de entrar en su faceta de árbitro quiero preguntarle por su faceta de jugador, esa que le valió entrar por la ventana a la Selección Juvenil de Remedios. ¿Como qué jugador que conozcamos todos jugaba Wilmar Roldán?
W.R.: Aunque me gustaba mucho Franco Baresi, lo más cercano para responderle a la pregunta es hablar de Jorge Bermúdez. Era un defensor central corajudo, que le metía miedo a los delanteros y que no escatimaba en meter una patada o reventar el balón para arriba…
CAMBIO: En el libro usted afirma que la familia “no está hecha de palabras sino de hechos”. Tomo esa definición para preguntarle de qué está hecho el arbitraje.
W.R.: El árbitro es un trapecista que trasiega entre el acierto y el error. Cuando empieza el partido estamos a quién sabe cuántos metros de altura y a veces sin red de apoyo. En este oficio sobrevive el que menos se equivoca.
CAMBIO: Una de las palabras que se me vino a la mente leyendo la autobiografía fue rencor, pues el libro avanza en gran medida desde la voz de ese niño montañero de Remedios, muerto de hambre, abandonado entre los paras y la guerrilla, hijo de una madre corajuda pero asfixiada por la vida, condenado a la errancia y con la cancha inclinada en contra. ¿Cómo fue posible que ese niño no se inundara de rencor y quisiera vengarse contra todos y todo?
W.R.: Cada una de esas palabras… se me corta un poco la voz… porque eso que decís es justamente lo que quise que quedara plasmado en el libro. Mi historia es la de una persona que a pesar de las hijueputas necesidades, y sin que nadie le diera nada, pudo creer en sí mismo. A mí nadie me dijo “ve Roldán, vos vas a hacer esto, seguí este camino”. Como lo cuento en el libro mi mamá se mantenía trabajando en fincas, no tuve papá, todos los días salía a lucharla. Y así aprendí a trabajar, a ser honesto y aguantar los golpes de la vida. Cuando mi esposa me dice que por qué yo hablo tan bien de mi abuela si me maltrató tanto, le respondo que gracias a ella aprendí que un zurriagazo, así me sacara sangre, no me iba a doblegar y que eso era lo mínimo que me iba a encontrar en la vida.
Yo salí vivo de todo esto gracias a que me metí a la cabeza que iba a ser el mejor.
CAMBIO: Otra palabra en la que me hizo pensar el libro fue ‘altanería’. Usted habla de la altanería como una expresión de la dignidad, como una virtud. ¿Qué tiene por decir de la altanería y qué tanto le sirvió para convertirse en el mejor árbitro de Colombia?
W.R.: Yo empecé a pulir la altanería desde niño. En el libro cuento que un hermano mío, el que me defendía de las peleas en el colegio, un día me dijo bien clarito que la próxima vez, si yo no me defendía solito, él iba a pegarme mucho más duro que los otros. Ese día fue un punto de inflexión y yo entendí que, o me le plantaba duro a todo el hijueputa que me quisiera pegar, o la vida me iba a llevar por delante. Desde ahí nunca más le corrí a una adversidad. Por más dura que fuera me acordaba y me convencía de que era capaz de enfrentarla.
CAMBIO: En uno de los primeros partidos que usted pitó, en el colegio, la tarjeta amarilla fue una caja de chicles y la roja un empaque de Bon Bon Bum que sacó de la caneca. ¿Cómo saltó de ahí a pitar finales de Copa Libertadores?
W.R.: Yo pude aguantar mucha hambre en la vida, pero desde que empecé a pitar mantenía mis guayos bien lustrados, mi uniforme bien organizado, limpiecito, me engominaba el pelo y me metía a la cancha diciendo: “Yo soy el mejor árbitro del mundo”. Y eso no lo veían los jugadores con otros árbitros, porque en esa época los jueces eran desorganizaditos, señores gorditos… Yo empecé a romper ese esquema y en los torneos eran los propios jugadores los que pedían que los partidos duros los pitara Roldán…
CAMBIO: Además de hacer mandados, ayudarle en las fincas a su tío Santiago, ser acólito, todo para llevar algo a la casa, usted cuenta su paso por el Rincón Vallenato, allá en Remedios, a donde iban los mineros más recios a llorar sus penas con el Binomio de Oro. ¿Qué vallenato lo quiebra, Wilmar?
W.R.: Mi biografía de Diomedes Díaz me llega directo al corazón. Y hay otra, Los caminos de la vida, que no puedo poner porque me quiebro a llorar…
CAMBIO: ¿Fue una decisión consciente que su libro fuera una elegía al espíritu montañero, recio, invencible?
W.R.: Yo no podía contar mi historia sin que fuera un homenaje a mi tío Santiago, un montañero en toda regla a quien desde muy pequeño le dije papá. Él fue mi primer ídolo. Nunca me maltrató, nunca me pegó, y siempre me mostró su afecto, sin palabras, sin abrazos, pero con hechos.
CAMBIO: Fueron varias veces las que su vida pendió de un hilo por su oficio de árbitro. Hoy, cuando vuelve a repasar esas historias, como cuando se negó a recibir 500.000 pesos de los paramilitares, siente que fue pura valentía o el desapego de un pelado que iba por la vida sin nada que perder, a todo o nada…
W.R.: Un poco de todo. En ese momento yo era sumamente inocente y me ganaba 400 o 500 pesos por hacer mandados y 4.000 pesos por trabajar todo el día en el Rincón Vallenato, así que nunca había visto esa cantidad de plata. Pero ya cuando los tipos sacaron el arma, pues no me asusté porque cuando uno es gente de pueblo, montañero pura cepa que vivió entre fincas, paras y guerrilla normaliza la muerte, la ve todos los días, y de alguna forma le va perdiendo el miedo…
CAMBIO: Si tuviera que escoger un solo partido para llevarse a la tumba…
W.R.: Ufff, difícil, nunca me habían hecho esa pregunta. Porque soy muy fan de la Copa Libertadores, le diría que la primera final que pité entre Boca y Corinthians. La final de la Copa América entre Argentina y Chile también fue espectacular; y bueno, todos los partidos en los mundiales. El sueño cumplido.
